Chile enfrenta un desafío monumental, uno que cada vez parece más difícil de sortear. Tal como señalaron los economistas Acemoglu y Robinson, nos encontramos atrapados en un "estrecho corredor", una situación en la que nuestras opciones de avanzar están cada vez más limitadas por tensiones internas crecientes. En esa misma línea, Sebastián Edwards advertía en una entrevista en la tercera este fin de semana que el principal reto para Chile “es mantener la paz social; sin embargo, hoy nos encontramos en un verdadero polvorín, y nadie parece dispuesto a reconocerlo”.
Max Colodro, por su parte, subrayaba que “el Chile que tuvo la posibilidad de ser un proyecto compartido murió el día que la democracia se volvió competitiva y la alternancia en el poder se hizo una realidad”. Desde el estallido social de 2019, la violencia política se ha normalizado temporalmente, y aunque hoy la mayoría la rechaza de palabra, los contextos cambian con rapidez, sobre todo cuando se pierde el poder.
Ambas reflexiones convergen en un mismo diagnóstico: Chile ha perdido el rumbo hacia el crecimiento y la paz social. Si aceptamos esta tesis, la pregunta clave es: ¿cómo podemos rediseñar el sistema político y de gobierno para enfrentar la alternancia en el poder, especialmente cuando la izquierda pierde el control? En Chile, este cambio de mando no solo genera tensiones ideológicas, sino que también tiene un impacto práctico para muchos funcionarios públicos, quienes, después de haber trabajado para el Estado por décadas, de pronto se encuentran sin empleo. Un dirigente demócrata cristiano me confesó una vez que, tras la llegada del primer gobierno de Sebastián Piñera, muchos en su partido lo pasaron muy mal. Habían dedicado toda su vida al servicio público y, de un día para otro, quedaron sin trabajo. Esta realidad genera una reacción pragmática en ciertos sectores políticos, que terminan apoyando a candidatos con mayores probabilidades de éxito electoral, más allá de sus convicciones.
Chile, además, parece tener una inclinación casi paranoica hacia la autodestrucción. Cada escándalo de corrupción, abuso o violencia desencadena una avalancha de condenas morales, con figuras públicas erigiéndose como jueces implacables, sin dejar espacio para la autocrítica o el matiz. Este fenómeno no solo distorsiona el debate público, sino que también nos empuja a aprobar leyes que, a la larga, muchas veces terminan siendo más perjudiciales que beneficiosas para resolver los problemas que supuestamente buscan atacar.
Siguiendo este razonamiento, si aceptamos la tesis de Edwards de que Chile es un polvorín y las causas expuestas por Colodro, podemos concluir que la resistencia a la alternancia en el poder, especialmente desde la izquierda, no solo responde a cuestiones ideológicas, sino también a preocupaciones prácticas. El crecimiento del aparato estatal, que en el actual gobierno ha sumado más de 200,000 nuevos empleados públicos, solo agudiza esta problemática.
Una opción, aunque inaceptable en una democracia sana, sería que la derecha renunciara a gobernar, como supuestamente habría sugerido en tono irónico Ricardo Lagos: “Mientras nosotros administremos el Estado, ustedes pueden manejar las empresas”. Sin embargo, una división artificial entre el control del Estado y el sector privado no es ni sostenible ni deseable. No es saludable que las empresas sean vistas exclusivamente como bastiones de la derecha, ni que el Estado se convierta en un refugio exclusivo para la izquierda. Si bien es cierto que las características que valora el sector privado –como la iniciativa individual, la eficiencia y la gestión– están más asociadas a valores tradicionalmente ligados a la derecha, no deberían ser monopolizadas por ningún sector político.
El verdadero reto para la izquierda, si desea contribuir a un Chile mejor, es aceptar que esos valores, fundamentales para la creación de riqueza y oportunidades, no son patrimonio exclusivo de la derecha. Estos pueden ser compatibles con una sensibilidad social en temas como la migración, el medio ambiente o los derechos de las minorías.
Finalmente, Chile debe dejar atrás la esquizofrenia que lo lleva, por un lado, a sentirse a ratos como el "campeón de Latinoamérica" y, por otro, a destrozarse desde dentro con cada crisis o escándalo. Si seguimos por este camino, terminaremos destruyendo nuestras instituciones sin posibilidad de repararlas. Es el momento de dejar de erigirnos como jueces implacables y aceptar que, como sociedad, somos imperfectos. Solo así podremos retomar el camino hacia un Chile más justo y próspero.
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